7 de septiembre de 2007

Amsterdam


Amsterdam fue un accidente en mi vida: no estuve ahí porque quisiera, sino porque el destino lo dispuso en la forma de ningún vuelo en conexión con el que me llevaría de Barcelona a ahí para regresar a Cancún. Llegué a las 9 pm, aproximadamente, y salía hasta el día siguiente, a las 2 pm; tiempo suficiente para verme obligada a pagar hostal (snif), ver algo de ciudad, y hacer algo temprano por la mañana.

Tristemente, gracias al hecho de que mis múltiples cámaras desechables se fueron directamente a Cancún, y a mi luminosa idea de no cargar el celular al salir, no tengo ninguna foto de mi experiencia, pero la llevo bien presente por más de una razón.

En Portugal me había parecido frustrante no entender a la gente, aún cuando entendía partes, y mejor aún, tenía personas haciendo un esfuerzo y explicándome lo que pasaba a mi alrededor. El idioma no era tan distinto. Nunca estuve sola, y para cuando llegué a estarlo, tenía la confianza suficiente en mi Portugués I para salir de cualquier problema haciendo preguntas y descifrando las respuestas.

En Amsterdam no fue así. Amsterdam fue verdaderamente la primera vez en mi vida en la que estuve por completo sumergida en ruidos sin sentido provenientes de la gente a mi alrededor. Fue la primera vez en la que tuve que comprar un boleto de tranvía entre adivinando e intuyendo lo que la máquina quería de mí. La primera vez que tuve que empezar cada conversación rogando al cielo que la persona a la que había elegido para pedirle ayuda hablara algo (cualquier cosa) además de holandés. Peor aún cuando me vi obligada a dirigirme a alguien con el fin expreso de preguntarle si no le sobraran unas monedas (pedir caridad en un país extranjero: una menos en la lista de cosas que tengo que hacer antes de morir).

Caminé por la ciudad entre bicicletas y anuncios advirtiendo a los turistas contra los carteristas, con mi equipaje y en la espalda una mochila en la que había una botella de Cava catalán y una explicación de un desconocido de cómo llegar al hostal. De noche. Sola.

Pasé el museo de Van Gogh y pensé que siempre habrá tiempo para visitarlo de regreso del Rijksmuseum; y luego terminé riéndome de mi propia ingenuidad al pasar y ver la FILA que esperaba su turno para entrar.

Y me quedé con las ganas de probar un perro callejero holandés, después de que aparentemente se me pasó la hora y ya de regreso no encontré ni un mísero carro.

Amsterdam fue de verdad un accidente en mi vida, pero del tipo que definitivamente me gustaría repetir.

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