20 de agosto de 2013

Las noches son más difíciles.

 Ésta no ha sido la mejor semana.

Alguna vez leí que una muerte inesperada, "injusta", como la de un adolescente o alguna por estilo, siempre es más dura para todos que, por ejemplo, una muerte "natural", como la de un anciano.  Que en esos casos la gente siente hasta un poco de alivio, porque la persona está mejor, etc.  Tenía sentido, y lo acepté como cierto por mucho, mucho tiempo.

No sé si sea así; la verdad, no tengo manera de comprobarlo (ni quiero, por el amor de Dios).  Pero sé que 89 años son muchos años de que una persona pueda ser considerada "anciana", y aquí estoy, hecha un mar de lágrimas un martes a las 12:18 pm.  No es que fuera una sorpresa, pero jamás me esperé que me doliera tanto, tanto, tanto.

El domingo el padre pedía por su alma y le rogaba a Dios que la dejara entrar al Cielo, y sé que lo hacía por que no la conoció.  No sé qué sigue, pero sé que minutos después de que su cuerpo se rindiera, Jobita ya estaba high-fiving a million angels, o en un spa para el alma, o convertida en la estrella más brillante que podremos ver en algunos años, o reencarnando en un bebé destinado a tener todo lo que siempre soñó.  Si alguna vez dijo o pensó algo malo de alguien, nunca fue frente a mí.

Por eso estoy segura que no lloro por ella; lloro porque sólo la tuve 32 años, y no la aproveché.

Durante el día tengo suficientes distracciones y no lo pienso demasiado, aunque la verdad es que estoy medio insufrible. Las noches son más difíciles.  No puedo evitarlo; en estos tres días he pensado más en ella que en los últimos tres meses... o años.  Trato de repasar en mi mente las cosas que no quiero olvidar.  Los cuentos del Pato Donald, los cuentos de Perico y los... ¿cabritos? El mojón en el cajón, su risa, cómo decía "bueno" cuando contestaba el teléfono... Cómo nos saludaba y cómo se despedía.  Cómo nos decía adiós con el brazo.  Cuando se quedaba dormida comiendo, o viendo tele.  La tortuga que la seguía para que le diera de comer.  "Le falta su salito".  El sosquil.  Cómo se rió cuando le pregunté si de joven había sido rubia.  "Es que Jobita es calmosa".  Cómo se hacía su zorongo.  Su rebozo rosado para cuando hacía frío. El ollejo de las tortillas.  Que nos decía que las figuritas de masa no servían, pero aún así las ponía en el comal.
Nunca pensé que me despediría de los restos mortales de una persona. Fue raro, pero... necesario también, de alguna manera.  Parecía que estaba dormida, como tantas veces frente a la tele.  Sentí su mano, lisita, alguna vez tan fuerte... la mano que me llevaba de regreso de la escuela, que me hacía la comida que yo quisiera, que me hacía jugo o limonada, que me compraba arepas, que tapaba su cara cuando se reía, y le repetí, cuantas veces pude, al menos algunas de las que se lo debí decir en este mundo; nunca las suficientes, pero al menos con la seguridad de que me estaba escuchando: te quiero mucho, Jobita.  Te quiero mucho.  Que nos volvamos a encontrar.

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