Comencemos recordando algo que todo el mundo sabe: la Historia es, ante todo, ingrata. Independientemente de quién la escriba y con quién se pretenda quedar bien al hacerlo (que son los factores que con mayor frecuencia llevan a "maquillar" los hechos de una u otra forma), sucede que gran parte de lo que aprendemos de historia lo hacemos cuando niños, a una edad a la que es más fácil entender las cosas en términos de blanco y negro: éstos eran los buenos y aquéllos eran los malos; esta guerra se ganó porque este ejército era más valeroso, aquélla se perdió porque nunca falta el traidor que se vendió a los malos.
Muchas veces tendemos a olvidar que los protagonistas de la Historia son personas como nosotros que sobre ellos aprendemos: con luces y sombras, cualidades y defectos, dilemas éticos y decisiones difíciles por tomar. Olvidamos que, a pesar de lo que digan los libros (y las novelas de Televisa las telenovelas mexicanas), ni los santos son santos, al menos no como normalmente entendemos el concepto de santidad. Así, tenemos que gran parte de los héroes de la Independencia (y ni se diga de la Revolución) actuaron en su propio beneficio, y que los "villanos" de la historia desde la antigüedad, muchas veces buscaban lo que ellos consideraban lo mejor para sus pueblos. Si no, vean a Hitler, quien, a pesar de sus conocidas tendencias genocidas, comenzó por reconstruir un país arruinado por una guerra previa, al grado de dejarlo listo para sostener una nueva durante seis años. ¿No sueña Latinoamérica con un líder así? Sin la parte del genocidio y la guerra, claro.
Aún así, el peso del genocidio y la guerra es mucho mayor que el del crecimiento moral y económico; el peso de la inconformidad y la pobreza del pueblo le gana al de las buenas intenciones malinterpretadas e impotencia contra las instituciones preestablecidas; el peso de la constante reelección nos hace ignorar la modernización de un país durante el cambio de siglo; y por otro lado, la independencia del país y el establecimiento de una democracia cuentan más que las intenciones cuestionables y la hilera interminable de traiciones y cobardías que, por razones que serían mejor explicadas por Malcolm Gladwell, siempre han caracterizado a nuestros héroes nacionales. Y probablemente a los de casi cualquier otro país. A fin de cuentas, para los fines de la Historia como ésta se conoce mayormente, Hitler, María Antonieta y Porfirio Díaz fueron los malos, y los héroes de la independencia, los revolucionarios (mexicanos y franceses) fueron los buenos. Excepto Victoriano Huerta.
Así es la Historia. Todos sabemos que es injusta, ingrata e incompleta, pero como ciudadanos comunes la aceptamos así, porque sería ridículo pasarnos la vida analizando los motivos y los matices que caracterizaron a los personajes históricos que normalmente categorizamos como buenos o malos.
Estudiamos Historia porque, en teoría, si lo hacemos bien no tendríamos que repetirla, porque entenderla bien nos daría una idea de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde queremos ir. Pero olvidamos que quienes protagonizaron la historia de una u otra manera, todos ellos, todas esas personas cuyos matices normalmente no tomamos en cuenta, están muertas. No somos nosotros, ni unos ni otros. Si las cosas hubieran sido diferentes y las "causas" de los combatientes hubieran estado invertidas, estaríamos de acuerdo con lo opuesto totalmente de lo que históricamente defendemos. Somos personas diferentes, con creencias diferentes a las que protagonizaron la historia, porque vivimos en tiempos diferentes en circunstancias diferentes. ¿Qué caso tiene pelear por "cambiar" nuestra percepción del pasado, si no es para sustentar cambios tangibles a nuestro futuro?
¿Es indignante que se haya erigido una estatua a los Franciscos de Montejo en una calle, probablemente la mejor conocida de la ciudad, que lleva su nombre? Aunque la calle, ni el fraccionamiento, ni la cerveza sean indignantes ¿no?
La conducta de los Montejo obedeció a las normas de lo que era aceptable (en pleno siglo XVI). Un Montejo, Alonso, Cortés, Guerrero o cualquier otro español de cualquier nombre, hubiera actuado de la misma forma, porque era lo que se esperaba de ellos. Para lo que se critica a los conquistadores españoles, se olvida demasiado que, a las buenas o a las malas, los españoles, a diferencia de otros exploradores europeos, terminaron por convivir y mezclarse con los habitantes de las tierras que vinieron a reclamar para sus reyes, a educarlos y a enseñarlos según lo que ellos consideraban era la manera correcta de vivir. Los mexicanos como pueblo, le guste a quien le guste, somos tan parte españoles como indígenas. Somos tan "hijos" de Moctezuma como lo somos de Hernán Cortés. Pero todo eso no importa, porque tanto Moctezuma como Hernán Cortés y todos los Montejo están muertos y enterrados desde hace mucho tiempo. Los recordamos porque con sus acciones construyeron el país en el que vivimos (y que entre todos, desde hace mucho tiempo, entre arreglamos y echamos a perder pasándonos el tiempo con politiquería y debates inútiles sobre estatuas, en vez de dedicarnos a cosas más importantes), y porque desde siempre se nos enseña que siempre somos nosotros contra ellos, los buenos contra los malos; quién sea cuál depende de la perspectiva.
¿Por qué hay una calle, un fraccionamiento y una cerveza, todos llamados Montejo? Porque haber fundado la ciudad en la que vivimos, de la que estamos orgullosos porque es bonita, o segura, o calurosa, o cultural, o turística, o por cualquier otra razón, pesa más que cualquier otra cosa. Porque hasta hace algún tiempo, pensábamos en los Montejo como fundadores, no como invasores, asesinos o genocidas.
A los descendientes de los mayas que consideran la estatua un insulto a su procedencia, hay muchas cosas que son en mi opinión mucho más indignantes que un montón de metal colocado en una calle, y sobre las cuales nadie, ni ellos, está haciendo nada, porque todos están ocupados peleándose por la estatua.
Es indignante que el maya no sea una lengua de uso común en Yucatán; que no se enseñe en la escuelas y que no se escuche en los medios más que para los avisos de la temporada de huracanes.
Es indignante que se gasten millones de pesos en celebrar el bicentenario con conciertos que a) sólo a algunas personas interesan, y b) sólo algunas personas podrán disfrutar, en vez de con obras que beneficien a todos, especialmente a quienes viven en el interior del estado.
Es indignante el deplorable estado en que Chichén Itzá se encuentra, hecha un mercado, y aún más lo que se pretende hacer alrededor de ella dejando afuera a los yucatecos que ahí viven, a quienes difícilmente se empleará a menos que hablen inglés. Como los cancunenses que no tienen acceso a la playa, estarán a un guardia de distancia de un mundo al que no se les permitirá entrar a menos que paguen como turistas.
También es indignante que una zona arqueológica se use cual local de fiestas, con el único fin de justificar precios ridículos en los boletos para los espectáculos que ahí se presentan; si al menos las ganancias de estos conciertos se utilizaran en beneficio de la gente sería menos indignante que fueran tan prohibitivos.
Es indignante que haya dinero para conciertos, comerciales y viajes, para re-rotular la ciudad y pagar cantidades que algunas personas ni siquiera verán pasar frente a ellas durante toda su vida, por un servicio de consultoría que ni siquiera se quiere explicar, y que no lo haya para subsidiar el transporte público como se prometió, o peor aún, el programa de un kilo de ayuda, o mejores museos, o cualquier otra cosa que en realidad nos beneficie a todos, o a los que más lo necesitan.
Es indignante que durante las campañas electorales se pueda prometer cualquier cosa, y que ni siquiera seis meses después los representantes electos se puedan retractar libremente, sin siquiera tener que dar una explicación al respecto.
Hay muchas razones para indignarse, pero una estatua de los fundadores de la ciudad me parece la menos apropiada para hacer argüende.